Hay satisfacción en el no poder, aunque no lo parezca, aunque lógicamente pueda resultar contradictorio. Es una militancia narcisista la del fracaso y el dolor como verdad del mundo, la de la imposibilidad, la carencia, la marginalidad, el endiosamiento del caído y su desgracia. Actúa sordamente en la profundidad de nuestras personalidades, en algunas más y en otras menos, como una estrategia de frustración meritoria. Es un estado de gracia, esa vida que se desperdicia, al punto de que, en muchos casos (no todos), se prefiera realizar el gesto de rechazo del camino mundano de la felicidad posible para volver a afirmar una vez más el valor profundo de la frustración y de la pobreza. El fracaso es un modo de vida virtuoso, que paga por medio de una poética de la desazón, del nihilismo, del escepticismo, del supuesto atrevimiento de ver una verdad nefasta, cuando esa verdad no es más que un maquillaje de la impotencia elegida como camino al cielo. El fracaso es una modalidad social emparentada con religiones que han construido una estructura de sentido basada en el rechazo de la sensualidad, del cuerpo y de la vida real, en la desvalorización de las energías vibrantes que pueblan el mundo problemático y desbordante que es nuestra definitiva realidad. De esta forma, se ha preferido fabricar formatos de inmolación de fácil acceso, automáticos, cotidianos, a veces mínimos, formas accesibles para eludir el trabajo de ser y resultar así imbuido por una variante moderna y progresista de la santidad. El fracaso puede ser visto como una militancia narcisista porque sucede en un sujeto que no quiere deshacerse en el logro, que prefiere señalarse en forma constante a sí mismo como núcleo de imposibilidad, como aquel que merecía mucho pero fue abandonado, arruinado por la suerte y dañado por otros. Si lograra algo, dejaría de serle posible la permanente autorreferencia, estaría señalando al mundo, apuntando para afuera cuando su interior vacío reclama el truco de postular universalmente la nada. La única garantía de permanecer fijado en la imagen propia es no desdibujarla con ninguna efectividad: eliminando la aparición de esos hechos que, por logrados, te suplantan; juegos armados que funcionan más allá de su generador; riqueza dada a luz y puesta en el mundo que llama la atención y pide mirar a una cosa que es ahora externa. El fracaso es una norma, una ética, un manual de actitudes pasivas para contrarrestar el crecimiento de las acciones que inevitablemente surgen del deseo afirmado y querido. El fracaso es una orientación, un sentido para la vida, un orden, un cobijo, una manera de hacerse un lugar en medio de otros a los que no se inquieta con los deseos propios en movimiento. El fracaso arma una cofradía, una hermandad en la decepción, gran aglutinante, cemento de quietudes conjugadas que destilan la droga del resentimiento y se la aplican en forma recíproca. El fracaso es una forma de postergarse hasta el paroxismo y de disfrutar del ilimitado campo de lo que pudo haber sido pero no fue, frente al cual todo ser determinado es poco, todo logro una minucia -todo amor realizado un sucedáneo del amor imaginado y potencial, del amor lindo de las relaciones fracasadas-, dado el tamaño de un deseo que no necesitó nunca probarse para dar lugar a un sentido. Sentido de nada, pero sentido grande, inmenso, cielo encapotado para una muerte en vida que suena a demostración de soberanía y voluntad de no transar. El fracaso es un juego comunitario, el desafío a toda propuesta activa a mostrar su ambición con la esperanza de poder neutralizarla. Es el arte de una comunidad que prefiere la pureza inteligente de la abstinencia al error implícito en el movimiento, comunidad aguerrida en sus expresiones que después elige quedarse quieta pretextando una lucidez extrema. El fracaso es un modo de ofrecerse en el altar de la historia, de decirles a nuestros mayores que tenían razón, que se queden tranquilos, que si ellos no lo lograron tampoco nosotros lo lograremos, que su límite era inexpugnable y que prolongaremos con nuestra incapacidad la que ellos cultivaron y padecieron. Porque la incapacidad se cultiva, se talla, esmeradamente, con paciencia, trocito a trocito, para no resaltar ni mostrarnos demasiado poderosos, felices, solventes. Para evitar ese atrevimiento de buscar y acceder al logro: ¿cómo, destacándose en un universo de estropeados, quién te creés que sos, vos, justo vos, para avanzar como si fuera posible hacerlo, para creerte valioso y capaz, para querer vivir más de lo que otros pueden o quieren vivir? La alineación con la imposibilidad no es el cumplimiento de un compromiso moral; es, simplemente, la ampliación del fenómeno de la pobreza, el ejercicio de la desertificación social presentado engañosamente como aporte. El enemigo somos nosotros, estas formas de vida, estas costumbres que no queremos mirar a la cara. Es de la transformación de estos sentidos básicos de los que nuestra vida nacional está aún demasiado llena; de donde puede tomar fuerza un país menos volcado a la pobreza, la esterilidad y la frustración. Nuestra moral de rechazo al éxito, por considerarlo superficial, frívolo, egoísta, inválido, es el fondo sobre el cual sacrificamos mil posibilidades. Si queremos cambiar la historia, desarrollar el país, aprovechar la coyuntura actual, promover la maduración sin la cual todo crecimiento es sólo un impulso de existencia limitada, tenemos que trabajar en este trasfondo moral equívoco, desactivar el mecanismo que, sin que nos demos cuenta, nos convoca a la idolatría del desengaño. ¿Es posible? Claro que lo es, sobre todo si en vez de apuntar a la solución final, a la eliminación de todo lo problemático, entendemos y aceptamos que todo logro es parcial, y que dentro de ese universo de parcialidades hay, sin embargo, mucho por ganar.
Alejandro Rozitchner filósofo y escritor